martes, 22 de abril de 2008

ADIVINA LO QUE PIENSO


José Gregorio Bello Porras

Vamos a ver, dime, adivina de qué voy a hablarte en esta nota. No me digas que no puedes. Inténtalo. Eso sí, no veas el resto del texto. Eso no se vale. Adivina. Sólo adivina mi pensamiento.

¿Lo hiciste? ¿Lo adivinaste?

Bueno, yo sí te confieso que no puedo adivinar si tú adivinaste el tema de conversación propuesto. Tal vez lo hayas hecho. Tal vez no. Al fin de cuentas el tema es algo de lo que hablamos siempre después de haber conversado. Sólo después de haber sostenido una plática uno es capaz de decir: tratamos sobre este tema o sobre esto y estos otros aspectos. A menos que la conversación esté programada sobre algo específico. E incluso, en esas conversaciones planificadas, vamos más allá del tema propuesto, por lo que dejamos la síntesis y la abstracción sobre el tema para el final, para el momento en el que ya ésta se haya efectuado.

En las conversaciones espontáneas, sostener un tema predeterminado puede ser ejercicio de estructuración intelectual o simple demostración de rigidez mental. La conversación es un fluido que va tomando cuerpo según se vaya regando, que va recorriendo camino en la medida de su soltura. Aunque si se desperdiga demasiado, cosa que sucede muy a menudo, se evapora totalmente, perdiéndose también su efecto. Aunque no todo.

Por eso no me iré por esa vía del reguero. Voy a retomar el curso principal de la conversación. La adivinación de lo que piensas decir o pensaste decir.

Si observaste con cuidado, seguramente te diste cuenta de la dificultad de predecir lo que otra persona va decir. Más aún si nos centramos en nuestros propios pensamientos. Pero con demasiada frecuencia creemos saber lo que la otra persona expresará o, incluso, lo que ya dijo, tan sólo apoyándonos en nuestras propias elucubraciones. A veces, creemos que no necesitamos ni escuchar al otro para saber cómo es y qué va a exponer.

Los resultados de ese saber omnipotente generalmente son las incomprensiones, los desencuentros, las enemistades y la pérdida de una oportunidad de acercamiento a lo que otra persona piensa, siente o percibe.

Si nos anclamos en nuestros propios juicios y de paso los acreditamos como pensamientos de otro, pues estaremos totalmente extraviados en ese extenso campo de la comunicación interpersonal. Ni siquiera nos acercaremos a nuestra propia forma de concebir el mundo.

La adivinación del pensamiento, un ejercicio bastante frecuente, comienza con la suposición de los pensamientos del otro. Yo supuse que tú querías decir… De allí en adelante todo es el plano guía del infierno. Hecho para que usted sepa que está exactamente aquí. En el infierno.

Pero preguntarle al otro, pensamos en ocasiones, que es como impertinente. Parece que con ello dijéramos que no sabemos cómo piensa el otro. Pues claro. Debemos partir de allí. El otro tiene mil caminos a seguir. Tan sólo sus indicaciones precisas nos van a decir hacia dónde se dirige.

No son siempre las palabras las que indicarán ese rumbo. Sino los gestos. Las inflexiones de su voz. Los pequeños detalles, lo que se dice entre líneas. Pero el fruto de esa observación es una hipótesis que tenemos que poner a prueba. Debemos comprobar que esa observación activa nos dice algo relevante. Y esa comprobación no es tan sencilla como preguntarle ¿qué fue lo que quisiste decirme? Pero hay que comenzar por lo más inmediato, por esa simple pregunta.

Te propongo que en la próxima conversación que tengas con alguien le hagas preguntas para sondear si lo que comprendiste de lo que dijo es realmente lo que quiso decir. Ten en cuenta que las palabras tienen muchos sentidos y a veces engañan. Haz preguntas sin temor. Lo peor que te puede pasar es que no las conteste. O darte una buena dosis de silencio.

Ten en cuenta que mientras tratas de adivinar lo que te dijo, ya esa persona irá lejos en sus pensamientos reales. Y así disminuyes tus posibilidades de darle alcance y comunicarte efectivamente.

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