En ocasiones me asalta la duda sobre esto que estoy haciendo. Sobre escribir de algo que me ocurre diariamente en mi angustiosa carrera contra el tiempo. Retratar días que avanzan en retroceso hasta el vencimiento del plazo de estar en la vivienda que ocupo junto a mi familia.
Sé que, en el fondo, ese problema particular no es lo más importante. El asunto es el reto de vida que plantea, por más que luzca desesperante
El problema particular se resuelve. Aunque la respuesta no esté aún clara. El proceso de resolución es el problema mismo. Así lo he sostenido desde hace días.
Lo que voy aprendiendo, lo voy trasladando al texto que da testimonio de ese proceso. Este texto que aquí ves. Y ello queda.
Esto me lleva al tema, nuevamente, que comencé a tratar ayer sobre la importancia o vivencia de la escritura.
El oficio de escribir es una liberación. Cuando lo digo de esta manera no me refiero a que es un escape de los dilemas y dificultades que tenemos que afrontar. La escritura en sí misma es una forma de enfrentar las dificultades, buscando y encontrando respuestas. Respuestas que me las das tú y las elaboro también yo. El diálogo del texto con el texto se convierte en un ejercicio de mayéutica donde las preguntas son las de la vida misma a través de la cotidianidad que me toca enfrentar.
Por ello, este encuentro es una oportunidad de crecimiento como persona, una oportunidad de encontrar revelaciones en el intersticio de las palabras.
Sé que toda esta posibilidad se basa en una suposición optimista: El problema material se resolverá. Y debe llevar una enseñanza más allá de lo inmediato, más allá del simple alivio de la presión adyacente, la de una olla infernal donde aguardo a que todo se cocine bien.
Soy optimista. Porque sé que, en algún momento, tocaré el fondo del problema. Esto me permitirá un impulso enorme para salir de él. Aunque ese impulso sea la propulsión de en un trampolín que me permita hacer un extraordinario salto ornamental hasta la fosa de las Marianas.
Incluso allí, en la oscuridad total encenderé una luz, sin importar que los fósforos estén mojados. La luz interior, al fin y al cabo, no necesita encendedor físico.