sábado, 4 de septiembre de 2010

Compromiso de poeta



El compromiso político del poeta es hacer poesía. O al menos tratar de hacerla de una manera óptima. Por supuesto que el poeta es un ser en el mundo, alguien que vive en una realidad sociopolítica, geográfica, económica, emocional. Un ser sometido a todas las presiones de la realidad que le toca afrontar. Eso hace que tome una posición en cuanto a la visión de esa realidad y a la posible resolución de los problemas sociales. Una posición que se convierte en acción no pocas veces.

La poesía no resuelve los problemas. Apenas si puede señalarlos. Pero una poesía indicadora de problemas políticos pronto se agota en sí misma, como quien trata un tópico una y otra vez, pues le corresponde a la poesía ser expresión de todo el universo del ser humano y no sólo de una parte del mismo. Por eso el compromiso del poeta, al hacer poesía, es tratar de hacerla coherente con el espíritu de lo que se ha propuesto como modo de ser y congruente consigo mismo.

El poeta es ser humano que toma una posición en la vida. y la puede expresar o callar. No por ser poeta o intelectual necesariamente tiene que ser vocero de los pensamientos. Puede serlo del silencio. Y esa también es una perspectiva válida. No se puede juzgar a quien no exprese su tendencia política, de una u otra manera. No tenernos el derecho divino de juzgar los actos ajenos si creemos en la libertad como un derecho humano.

Que el intelectual, y entre ellos el poeta, si lo es o se considera tal, tenga una responsabilidad mayor que el común de los ciudadanos en la expresión de sus ideas acerca de la Polis, es algo siempre discutible. Es creerlo de ideas preclaras en asuntos donde tal vez no quiera tener ideas y ello no empaña su pensamiento en otras áreas.

Como también es válido que el intelectual presente sus ideas y arme sus argumentaciones sobre el devenir histórico, social o político de una nación, de un estado o de la humanidad, es también válido que lo calle. En esa acción, que luce pasiva, no hay que interpretar nada. Si señalamos al callado como cómplice de lo que sea, estamos poniéndonos en la conducta extrema de decir que no hay inocentes. Todos somos culpables. Pero culpables de todo lo que ocurre. Y que hay que tomar partido de una u otra manera.

Olvidan, a veces, los que le profieren ese empujón al silencioso que una posición en la vida es el mismo silencio. Y que el silencio no otorga nada en particular, no afirma nada en particular. Quienes sostienen que no existe la neutralidad pretenden siempre colocar al que hace mutis en la acera opuesta.

Yo creo que al que se le ha concedido el don de la palabra, no debe callar ni ante la injusticia ni ante los graves problemas que tiene un país o ante las grandes amenazas que padece la humanidad entera. Pero hacerlo es siempre una decisión personal. Quien habla, desde su posición intelectual, siempre será visto como una especie de profeta y como tal será tomado por un ser extraño. Sobre todo si lo hace con un modelo de discurso distinto al estipulado para el ejercicio oficial de la política tal como la conocemos. Ello es un riesgo que no tiene la menor importancia, porque es el testimonio de su palabra y de su vida coherente la que le dará sentido al contenido de su discurso. Y si su compromiso es también con la poesía entonces sus palabras estarán impregnadas de belleza.


viernes, 3 de septiembre de 2010

Discurso interior, silencio y acción





El pensamiento es generalmente un discurso interior hecho de palabras. Cuando se expresa por medio de ellas, cuando toma voz o letra, rompe el silencio exterior. Pero éste ya estaba hecho añicos en nuestra interioridad, por esa constante argumentación que sostenemos, ese murmullo perpetuo, ese tumulto de voces que terminamos sin escuchar y en el que pasamos la vida.

Hacer silencio, acallando el discurso interior es encontrar un instante de sosiego. No porque el pensamiento sea lo contrario a la paz y el orden, sino que por su naturaleza dialéctica, la disertación interior que lo expresa, enseguida nos sume en los debates más espinosos con nosotros mismos, haciéndonos perder nuestro precario equilibrio.

Pero el silencio exterior tampoco existe. Al menos en estado puro en nuestro mundo. Lo más cercano a él es el sonido de la naturaleza en el desierto. Sólo en la luna acaso puede existir el silencio exterior. Sólo en el espacio existe ese silencio al que no accedemos en la tierra. Pero no es usual que vayamos por esos parajes a escuchar esa ausencia.

Las palabras que rompen el silencio aparente son una acción y expresan también, generalmente, una intención, estado que precede a la acción. Si lo que expresan las palabras al romper el silencio aparente no se efectúa, estas resultan estériles. La palabra que no refleja la acción es polvo en el viento. La palabra es acción, pero más aún es compromiso de una tarea.

¿Cómo esto que digo puede corroborar que la palabra es acción, si parece todo una simple explicación teórica? Pues en que hace pensar. Es una reflexión sobre la palabra y el silencio que puede corroborarse sólo por la experiencia del lector. Si le sirve de iluminación en su camino, será perfecta o cercana a la perfección. Del resto volara también con el viento del olvido.


jueves, 2 de septiembre de 2010

El limitado poder de la palabra.


La palabra ejerce una poderosa influencia en el ser humano. Una fascinación. El discurso dirigido a un conglomerado, encendido por gestos e inflexiones, resulta un generador de movimientos. La masa crece y se vuelve el instrumento de la palabra de un hombre o una mujer. La palabra es levadura.

Pero ese poder de la palabra, utilizado desde siglos sin retorno y que continuará usándose, ¿de dónde le proviene? Hay una intensa relación entre el individuo y su discurso. La personalidad de quien habla marca la diferencia entre las palabras dichas y las sentidas por los interlocutores. La palabra como vehículo expresivo tiene poder, pero el mismo no es puesto en movimiento por todos los individuos sino por algunos que logran desentrañar lo que parece el misterio de su magia.

Cuando se trata de textos escritos, esa particularidad, el ejercicio de ese poder, se complica. Como mover al ausente. Al apoltronado en su casa. Al acostado que a ratos ve televisión o hace llamadas telefónicas. Al que se ocupa de otras cosas mientras lee, al que lee atento pero que no está dispuesto a otra cosa más que leer.

Por eso la escritura difícilmente puede pretender mover al lector. Al menos corporalmente, a no ser que el libro lo haga saltar del asiento de un susto. Pero los hay pocos con esa condición, sólo algunos de terror. La palabra escrita debe mover su pensamiento, eso sí. Si no lograse tal cometido lo escrito será un cúmulo de palabras muertas o polvo de letras disecadas. Aunque no siempre las palabras actúan en el acto, a veces quedan sembradas como semillas que posteriormente germinan. No importa si el lector se da cuenta de que ha sido influido, lo importante es el resultado de esa siembra y ese brote. La palabra queda plantada como inquietud, como pequeña piedra en el zapato de la mente. Y entonces genera algún movimiento.

No es frecuente que ello suceda. A veces todo intento de mover al lector termina con la última página del libro. Qué extraordinario texto, se exclama antes de pasarlo al olvido. Por eso de muchas semillas sólo alguna germina. Pero ese es el destino de la palabra y de la semilla, morir para renacer. O a veces sólo servir de abono de las palabras que vendrán.