sábado, 28 de noviembre de 2009

Menos Uno



Hace un año se paralizó una cuenta regresiva. Llegaba a su término un decreciente conteo de días con sus angustias y tranquilidades, sus reflexiones y sentimientos. Un camión de esperanzas partía a otro destino.

El tiempo pasó rápido pero se cargó de experiencias. La esperanza se convirtió de nuevo en una posibilidad. Porque las posibilidades que se nos presentaban terminaron siendo mentiras, evasiones, restricciones mentales. Los valores esgrimidos o tal vez fantaseados, ante aquella viabilidad de tener una vivienda que nos perteneciera, dónde asentarnos como familia, se fueron al traste tan rápidamente como los venció el miedo.

Todo esto parece un acertijo. Vamos a los hechos para explicarlo.

Vivimos una primera etapa en la que se nos prestó una casa, mientras obteníamos la desocupación de una de las plantas de la casa materna para poder establecernos.

La promesa de mi hermano, su espontaneidad al ofrecernos una planta de la casa materna, cumplía con los deseos de nuestra difunta madre, expresados hacía unos veinte años, de que mi familia y yo ocupáramos esa parte de la casa. Era el regreso a las raíces, con el cierre de un deseo incumplido hasta ese momento por circunstancias varias.

Al mudarme a una casa prestada, también de un familiar cercano, valoré, como lo hicieron quienes supieron del hecho por mi boca, la solidaridad sin límites que significa facilitar una vivienda mientras se resuelve definitivamente una situación. Era un acto de solidaridad infrecuente pues constreñía a sus dueños las posibilidades del uso de su casa, aunque este uso fuese ocasional, en beneficio del familiar que llegaba con toda la confianza para resolver un problema de vivienda.

Pero la naturaleza humana tomó su cauce. Y digo la naturaleza humana, porque ella guarda con celo los vestigios de su forma más individualista.

A los pocos meses supe que no era posible que yo me mudara a esa planta de la casa materna, ocupada por una familia que supuestamente construía su casa. No tanto porque no quisieran mudarse, o porque estuviese atrasada la construcción que habían planificado, sino porque no tenían la más mínima intención de hacerlo ni nunca antes la tuvieron.

Ante la confrontación con este hecho, mi hermano se retracto de sus promesas. Según sus contritas palabras, fueron fruto de un impulso entusiasta, sin medida, sin el debido consentimiento de algunas partes involucradas. Fue una promesa en falso que excedía sus posibilidades y de la que ahora se arrepentía. En descargo de esto, prometía ayudarme a resolver mi problema nuevamente intacto.

Nuestra condición pasó de inmediato de huéspedes en la casa de mi familiar a arrimados. Se encendían las luces de advertencia en toda la estructura mental de la familia, tanto de mi familia estrecha, como de la familia ampliada. (Aunque ampliada es un término casi exagerado, teniendo en cuenta el exiguo número de personas que la conformamos).

Tal vez pasamos a la condición de arrimados no tan rápidamente, transitamos brevemente el estatus de huéspedes incómodos, aunque todo gasto, o la mayoría de los mismos, corriese por cuenta nuestra.

Cuando se develó que no había intención alguna de cedernos el espacio que una vez mi madre quiso para nosotros, la respuesta de mi hermano se apegó al legalismo y al convencionalismo más conservador: no estaba dispuesto a dejar que su heredad, el legado para sus hijos pasase a manos de otros, aunque esos otros éramos nosotros, su familia. El absurdo era tal que no se daba cuenta que prefería que la planta de esa casa quedase en manos de una familia que no era su sangre, en vez de que quedara en uso nuestro. Las palabras que se dijeron en esa ocasión pesan una tonelada en mi recuerdo. No guardo rencor, sólo un dejo de tristeza.

El problema arrancaba en los inicios mismos de la familia. A pesar de ser hijos de los mismos padres, del mismo padre y la misma madre, nuestros apellidos diferían por una novelesca circunstancia que alguna vez contaré. Me sentí, cuando mi hermano pronunciaba esas sentencias legales, como un verdadero bastardo. El hijo ilegítimo de un matrimonio. Cosa tan ilógica y estúpida que me dejó mudo.

Esta circunstancia nos abandonaba, a mi familia estrecha y a mí, en la nada. Y apresuraba el ritmo cardíaco de nuestros benefactores, de quienes nos habían cedido su casa. La vivienda que habitábamos estaba en riesgo, según sus temores. Allí, ante esa circunstancia, podríamos estar más tiempo del que ellos pudieran haber creído prudente. Nunca supimos cuanto era ese lapso prudente de tiempo hasta que se produjo el hecho fulminante.

Ciertas circunstancias se dieron para que sirvieran de pretexto a la desocupación de la casa. Y digo pretextos porque si somos conscientes la realidad de una necesidad imperiosa, esgrimida en un primer momento, fue diluyéndose en la nada. Y el tiempo nos dio la razón.

Así, un día cualquiera de septiembre una seca llamada nos advirtió de que debíamos hacer una desocupación inmediata de la casa. Nos obligábamos a dejarla libre en un término casi inmediato.

Regresábamos al padecimiento primario. Pero ahora nada teníamos. Se había decretado la desintegración familiar, de mi familia estrecha, por parte de quienes nos habían dado hospedaje, por parte de quienes nos habían dado promesas. O tal vez por mi propia credulidad en todo ese aparataje.

No los culpo ni me culpo. Tampoco cabe la disculpa. En ellos privó lo que en todo ser humano a veces priva: el individualismo como valor primordial. Creo que yo no hubiese obrado igual. Pero nunca lo sabré. Tal vez ese valor en el que se basa todo el egoísmo humano, sea casi insuperable.

En la desintegración todos los miembros de mi familia volamos hacia rumbos distintos. Tal vez esta sea una prueba de merecimiento para volver a unirnos en familia.

Para mí, particularmente es una prueba de vida. También una evidencia de situaciones que nunca cambiaron en la familia ampliada, sino tan sólo se morigeraron en la forma. Para mí es una prueba de cuánto puedo hacer para reunificar lo disperso.

Estoy casi en el punto cero. Soy un damnificado de las circunstancias. Nunca una víctima. Pero me enfrento solo a toda posibilidad en contra porque únicamente así podré tener un verdadero logro.

Pero el tiempo dirá si pude hacerlo o fracasé en el intento. Aunque sé que no hay fracasos sino logros inesperados. O incluso indeseados.

En algún momento, queridos lectores, tendrán el final de esta historia. O su definitivo silencio que es una forma de final. Esa que ustedes suponen y yo no quiero imaginar.

Porque, tal vez, no existan los finales felices.

No hay comentarios.: