Podría ser también inalcanzable, porque en su rápido curso vuela, se desliza, se adelanta a nosotros. Cuando creemos dominarla nos sorprende con un giro inesperado, con una melodía que nos despierta a una sensorialidad más lejana que la audición. Cuando la creemos sojuzgada va delante de nosotros y nos abre puertas al asombro. Sólo si queremos pasar, si nuestro orgullo de dueños, virtuosos o expertos en su conocimiento no nos detiene.
La palabra no se agota de decirnos tanto que, casi nunca, podemos retenerlo todo. Se multiplica en miles que repetidas forman castillos efímeros de elevada belleza o construcciones cimentadas para la posteridad.
La palabra sabe que su destino es pasar. Silenciosamente, hace el ruido suficiente como para despertarnos de la muerte en vida. Nos ofrece el mundo y, cuando creemos que no cumplirá, nos entrega un universo en el cual podemos perdernos a nuestro antojo, entre espejos y laberintos, para develar lo más profundo de su significado recóndito e infinito.
La palabra nos domina. Incluso cuando creemos estar en la perfecta quietud del imposible silencio, surge espontánea resonando en nuestro ser, pidiendo la gracia de su liberación que será la nuestra, realmente. La palabra ata pero también nos suelta, cuando la desliamos a ella.
Acaso esto es la pasión de un escritor. Pero tengo la sospecha que es la de todo ser humano, que calladamente practica su diálogo interior tratando de domeñar en su discurso a esa incansable palabra que suele, muy a menudo, traicionarlo en los oídos ajenos.