Escribir es ejercer el arte de la cuerda floja. Un equilibrio inestable. Una propensión a la inminente caída. Un balanceo. Un desequilibrio calculado para no precipitarse al vacío o a la palabra vacía.
Equilibrio y desequilibrio se juntan en un solo acto, tal vez creativo, tal vez de supervivencia a la agonía interior, a la ansiedad de vivir.
Escribir es una emoción que se convierte en sentimiento en el transcurso de manchar hojas y hojas de tinta o virtualidad. No puede uno desprenderse de ese solitario vicio que sólo se torna productivo en el vientre mental o anímico del lector.
Aunque el lector es, en principio, uno mismo, escindido ya en su papel dual, en su perfecto hermafroditismo de pensamiento y la emocionalidad. En la lucha entre el intelecto y la intuición, entre lo profundo y oscuro del ser humano que hala y absorbe hacia la tiniebla y su afán ordenador, muchas veces inclinado a la búsqueda de claridades pero irremediablemente propenso a las brumas de la existencia.
Escribir es un acto solitario para alejarse, a veces infructuosamente, de la soledad misma. Acto de soledad compartida en lejanos ojos y entendimientos.
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