José Gregorio Bello Porras
Dicen que la soledad no es buena consejera. De lo que se deduce que tampoco es buena compañía. Diríamos más, que es una mala junta. Sin embargo, permíteme discrepar de este pensamiento.
La soledad parece un desierto estéril. Una vasta superficie calentada por el sol, inhóspito para la vida. Sin embargo, raras veces, un desierto no alberga formas de vida adaptadas a esas circunstancias extremas.
En el desierto se agudizan los sentidos de sus habitantes, invisibles a las miradas de los extraños. Y esa forma de ser y de actuar les esconde de cualquier acecho depredador.
En el desierto pulula la vida. Casi heroica, diría uno que no se acostumbra a esas temperaturas y condiciones, pero simple y confortable para quienes hacen de ese espacio su hogar, su reino.
La soledad es así. Un espacio para la supervivencia. Para el desarrollo de los sentidos, para el aparente silencio, para el vacío constructor.
Pueden ser abundantes las causas de ese sentimiento de soledad en un mundo impregnado por las comunicaciones, por la proximidad, por la simultaneidad y la aparente sintonía casi constante de unos con los otros.
Pero vivimos solos en ese desierto de gente de arena. Por muchas razones, causas o motivos.
Existe la soledad en la comunicación imposible. En esos espacios humanos donde no es viable tocar el corazón de la otra persona. Existe la soledad en la separación forzosa o voluntaria entre los seres. Existe la soledad dentro de la muchedumbre, por un tormento no compartido. Existe la soledad en la palabra lanzada al aire sin respuesta, sin retorno aparente.
Pero la soledad no es un impedimento a la vida. Es una oportunidad de vida. Y de comunicación. Con ella nos cambia el interlocutor. Y cobramos conciencia que el primer escucha participante de mis palabras, de mis ideas y sentimientos soy yo mismo.
En la soledad podemos tomar diversas opciones. De destrucción o de construcción. Yo, por lo menos, quiero optar por esta última. Porque en la soledad se crea un vacío. Un vacío necesario para la creación.
La soledad es una matriz que debe ser preñada por la reflexión, por el pensamiento creativo, para producir un verdadero avance en nuestro ser interior.
Sólo la soledad nos acerca a la contemplación de nuestra capacidad de ser personas. Sólo la soledad nos posibilita pasar de individuos inmersos en una masa interconectada, saturada de información, abrumada por el ruido uniforme, a ser personas conscientes de nosotros mismos, de nuestras posibilidades y limitaciones, aceptadas todas por igual, como partes de uno mismo.
En la soledad –parece paradójico– nos acercamos más a nuestros semejantes. Nos damos cuenta que tenemos sus mismas potencialidades y defectos en matices distintos y desarrollados en historias diferentes, por caminos varios, a veces divergentes, pero vías de la misma tierra.
Esta tierra puede ser un desierto. Un yermo vivo y exigente. La soledad nos da la capacidad de ver, de escuchar, de sentir las pequeñas señales en ese espacio; mínimos indicios que marcan la diferencia entre estar vivos y dormir en la masa amorfa cableada, interconectada, bombardeada de información y desalojada de ideas propias.
Tal vez nuestras íngrimas concepciones sean imperfectas pero son la creación de nuestra propia experiencia, de nuestras vivencias recogidas a lo largo de esas arenas movidas por el viento. Expresadas con polvo en los ojos, pero con la mirada firme en el horizonte. Un horizonte que de antemano sabemos inalcanzable pero que por esa condición nos estimula a continuar inevitablemente el recorrido, por el resto del tiempo en esta vida.
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