martes, 14 de octubre de 2008

Día 46



Oscurecida la ciudad como el panorama, las luces danzan sin otra música que la de los cláxones, el estruendo lejano de los motores y el rumor indeterminado de la urbe.

Desde esta altura del balcón de mi apartamento, la ciudad es una presencia que se acerca y se aleja por ratos. Una especie de cuadro en el que participo.

Desde aquí observo las bombillas del cerro más cercano. Una hilera de cocuyos blancos marca una calle donde un lejano vehículo se esfuerza por demostrar su potencia de doble tracción. Sólo los binoculares de la mente detectan el leve movimiento de los disparos en ese barrio. Lo demás es sonido que por distante no deja de aterrorizar.

Nuestra casa ampliada es la ciudad.

Y en ocasiones luce inhabitable y sombría, desde esta perspectiva nocturna y casi aérea. Su gente se escurre detrás de sus propias oscuridades, aspirando a no ser notada, buscando refugio en sus habitáculos. Una lejana sirena sobresalta el ánimo y presupone una emergencia por resolverse, entre la prisa y embotamiento de las colas del tránsito nocturno. Hasta que otras lamentaciones electromecánicas hacen que uno se acostumbre a ese ulular que rasga la noche.

Puedo ver muchas cosas desde este balcón. Por ejemplo, que ha pasado otro día y mi situación prosigue con las mismas expectativas. Pero qué es mi situación ante el enorme reto de la ciudad. Una brizna de paja en el viento. O una muralla china kafkiana.

La luz de mañana traerá alguna nueva posibilidad. Eso espero. O una lluvia. Que siempre será refrescante.

Pero aún no es mañana.

La noche prosigue.


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