lunes, 13 de octubre de 2008

Día 47



Dediqué el día a algunas acciones que deseo fructifiquen pronto. Espero que existan en presente. Y no sigan siendo una ilusión, una posibilidad que nunca llega.

Pero, lejos de entramparme en una discusión sobre el tiempo, que va pasando segundo a segundo hacia el límite del día cero, hoy me dediqué a reflexionar sobre la ocurrencia del mismo episodio en mi vida. El episodio del desarraigo reiterativo.

Todo comenzó, incluso, antes de nacer. Antes de ver la luz y respirar este aire me signó ese desarraigo. Mi madre, en avanzada gravidez tuvo que irse de su casa paterna. Un oscuro drama familiar de amor y convencionalismos escribió en carne propia el derecho de nacer.

Al llegar al mundo, la casa que me acogió fue un préstamo de la vida. Esa casa de mi tía abuela no solo me dio cobijo sino que me separó de cualquier posibilidad de regreso, al menos inmediato, a la casa materna. Fue este el segundo desarraigo. Un extrañamiento inconsciente en el niño que presentía su distinta procedencia, que sentía que aquella no era su casa original. Y que sus padres – mis padres – no eran aquellos que decían serlo.

Pero estos padres, prestados por la vida, tuvieron como pena la de aguantar la suerte del desarraigo. De esa primera casa salí exiliado junto a ellos. Mi bisabuelo – el hacedor de casas, el hombre determinado a construir – nos desalojaba, nos separaba, nos fragmentaba como familia por imperio del destino, por extrañas circunstancias o por decisiones erradas, según cada una de las versiones de la historia familiar.

Un breve paso por el interior del país, en una casa de Las Tejerías, en el Estado Aragua, precedió al largo exilio en una casa prestada durante más de veinte años. La casa de mi infancia y adolescencia, la de mi primera juventud. La casa que lucía eterna como un castillo, con su torre, sus pasadizos secretos y su cementerio también fue abatida. Cuando la describo así, no es una imagen literaria sino literal de esa fantástica morada de fantasmas.

Su caída sobrevino después de la muerte de mi tío abuelo, el sacerdote que nos abrió las puertas de su iglesia. Llegó entonces nuevamente el desalojo y la enrancia hasta un sitio alquilado, durante mis años de soltero y solitario.

De ese apartamento salí hacia otro que constituiría mi primera casa familiar, ya casado. Unos años de crecimiento de mis hijos y nuevamente el despido, la pérdida, la expulsión de la vivienda por asuntos de intereses ajenos. Una hipoteca ejecutada sobre el apartamento en el que teníamos la opción de compra nos hizo salir en una triste caravana de mudanza.

Esa historia, por sus intrigas desconocidas, por las mentiras que escondían los expertos en el despojo, es parecida en ciertos aspectos a la que se repite en la actualidad.

El destierro de esa casa supuso la pérdida de todo lo material que poseíamos. En la mudanza se extraviaron fotos antiguas, reliquias familiares, libros incunables y más de diez mil volúmenes de la biblioteca que había forjado desde mi niñez. Muchos manuscritos volaron hasta su natural descanso eterno en basureros desconocidos. Pero no fui derrotado.

Me desprendí con naturalidad de todo ello. A fin de cuentas -pensé- lo que quisiera acompañarme, en conocimiento o remembranza, lo haría sin otro apoyo más que mis propias posibilidades.

Me desprendí de casi todo lo material.

Entonces, me fui de visita con mi familia a casa de mis suegros. Y prolongué nuestra estada allí por cuatro años, casi hasta el abuso, hasta que pudimos llegar a la actual morada. Este apartamento de mis angustias. Este sitio que nuevamente me trae el recuerdo del exilio y la incertidumbre.

Todo se repite, todo retorna. El fantasma del desarraigo ataca de nuevo.

Pero todo cambia y evoluciona también. Esa es mi esperanza. Que el día no siga nublado para siempre.


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